Creo a conciencia que nos perdemos de mucho al no leer a Jaime, yo nunca lo había hecho aunque debo confesar mi agrado por su ser y su personalidad viene de hace mucho tiempo, debido a lo que alcanzo a notar de él en sus espacios televisivos, entrevistas y columnas.
El caso es que mientras lo leía me acorde de alguien que ama a los perros, y creo que en general a todos los animales; a ella a O. le regalo este fragmento, que si le gusta o no, creo que es algo que queda en segundo plano, fue de ella de quien me acorde y en base a eso lo público a modo de obsequio, a todo los demás me resta por decirles que lo disfruten tanto como yo al leerlo, es bastante siempre y a la vez lleno.
• S A M A R A •
Este fragmento de libro, no es el más importante de todos, creo que hay cosas impresionantes que debería contar para así, quizás, quienes lean esta publicación, piensen que vale la pena leer un libro de Jaime Bayly. Entiendo que para muchos no es más que el tipo gay que sale en NTN24 haciendo entrevistas, cuando nos hablan del Perú o sus personajes, lo primero que recordamos es a Laura Boso gritando: “¡que pase el amante!”. Pero ese no es el asunto, así que no voy a rajar de la “doctora” Laura en este momento.
Creo a conciencia que nos perdemos de mucho al no leer a Jaime, yo nunca lo había hecho aunque debo confesar mi agrado por su ser y su personalidad viene de hace mucho tiempo, debido a lo que alcanzo a notar de él en sus espacios televisivos, entrevistas y columnas.
El caso es que mientras lo leía me acorde de alguien que ama a los perros, y creo que en general a todos los animales; a ella a O. le regalo este fragmento, que si le gusta o no, creo que es algo que queda en segundo plano, fue de ella de quien me acorde y en base a eso lo público a modo de obsequio, a todo los demás me resta por decirles que lo disfruten tanto como yo al leerlo, es bastante siempre y a la vez lleno.
• S A M A R A •
CAPITULO No. 64
Andrea ama los perros, a todos los perros. Desde muy niña, pasaba horas jugando y hablando con sus perros. Sobretodo hablando: les contaba cosas, les hacía promesas de amistad eterna. Ellos sus dos perros ovejeros alemanes, Capitán y Monroy, eran sus mejores amigos. Andrea esperaba ansiosa que llegara el fin de semana para estar todo el tiempo con ellos. No le importaba perderse fiestas de cumpleaños de sus compañeros de escuela ni le interesaba ir al cine o a comer a la calle a comprarse algo: prefería estar sola con sus perros en el jardín, darles de comer, acariciarlos, hacerlos jugar, contarles cuentos que ella misma inventaba y que estaba segura de que Capitán y Monroy podían entender. Andrea pensaba que su vida era distinta a las de sus compañeros de clase: mientras ellos disfrutaban de las comodidades de la ciudad y de sus lindos cuartos repletos de juguetes, ella, en cambio, estaba en una casa en el campo jugando con sus mejores amigos, los perros, y no necesitaba nada más para ser feliz.
Andrea sostiene que la boca relajada de un perro, ligeramente abierta, con la lengua apenas visible e incluso un poco extendida sobre los dientes inferiores, equivale a una sonrisa. Lo leyó hace mucho en un libro, que los perros sonríen a menudo y no nos damos cuenta.
Andrea ama los ojos marrones de su perra Frida, y su hocico, que le parece una artesanía en cuero. Le encanta mirar los ojos de su perra y también pasarse horas mirando fotos de paisajes, de personas, de los perros que tuvo y murieron. A veces recuerda una respuesta que dio un fotógrafo cuando, a sus ochenta y ocho años, le preguntaron: “y usted, ¿qué hace todo el tiempo?” y el respondió: “Mirar.” Lo que más le gusta a Andrea es hacer eso mismo: mirar, mirar a su perra Frida, mirar a cualquier perro.
Andrea ama los perros, a todos los perros. Desde muy niña, pasaba horas jugando y hablando con sus perros. Sobretodo hablando: les contaba cosas, les hacía promesas de amistad eterna. Ellos sus dos perros ovejeros alemanes, Capitán y Monroy, eran sus mejores amigos. Andrea esperaba ansiosa que llegara el fin de semana para estar todo el tiempo con ellos. No le importaba perderse fiestas de cumpleaños de sus compañeros de escuela ni le interesaba ir al cine o a comer a la calle a comprarse algo: prefería estar sola con sus perros en el jardín, darles de comer, acariciarlos, hacerlos jugar, contarles cuentos que ella misma inventaba y que estaba segura de que Capitán y Monroy podían entender. Andrea pensaba que su vida era distinta a las de sus compañeros de clase: mientras ellos disfrutaban de las comodidades de la ciudad y de sus lindos cuartos repletos de juguetes, ella, en cambio, estaba en una casa en el campo jugando con sus mejores amigos, los perros, y no necesitaba nada más para ser feliz.
Andrea sostiene que la boca relajada de un perro, ligeramente abierta, con la lengua apenas visible e incluso un poco extendida sobre los dientes inferiores, equivale a una sonrisa. Lo leyó hace mucho en un libro, que los perros sonríen a menudo y no nos damos cuenta.
Andrea ama los ojos marrones de su perra Frida, y su hocico, que le parece una artesanía en cuero. Le encanta mirar los ojos de su perra y también pasarse horas mirando fotos de paisajes, de personas, de los perros que tuvo y murieron. A veces recuerda una respuesta que dio un fotógrafo cuando, a sus ochenta y ocho años, le preguntaron: “y usted, ¿qué hace todo el tiempo?” y el respondió: “Mirar.” Lo que más le gusta a Andrea es hacer eso mismo: mirar, mirar a su perra Frida, mirar a cualquier perro.
Y DE REPENTE, UN ANGEL
Jaime Bayly
Jaime Bayly